Asignatura pendiente


Pablo Caamaño Muchas de las personas que leen, en estas mismas páginas, mis artículos y mis poemas, saben –y el que no lo sepa se lo digo yo- que he nacido y me he criado en esta villa de La Adrada. También saben muchos de esos lectores –y al que no lo sepa también se lo digo- que yo provengo de una familia de resineros. Mi abuelo, el tío Pedro el “aldeano” resinero; mi padre, Elías el “aldeano” resinero; mi tío, Constancio el “aldeano” resinero, y mi hermano mayor, Luis, también hizo sus pinitos como resinero. Por lo tanto yo –como ya he dicho en otras ocasiones- llevo la resina en la sangre.

Y no hablo en tono metafórico. Yo he comido pan untado con resina, porque mi padre siempre nos guardaba un trozo de lo que él se llevaba de merienda, que siempre venía manchado de resina, y no sé por qué razón a mis hermanos y a mi nos gustaba más que el que había en casa. Yo, aunque vengo de una familia de resineros, lo de sangrar a los pinos no lo hice nunca. Pero sí, desde bien pequeño he pateado el monte, y he bajado con los borriquillos muchas cargas de leña al pueblo, unas veces en compañía de mi hermano mayor, Luis, y otras veces solo. Por tanto, yo he pateado el monte desde el Jorderón hasta los Hornillos; pasando por el Pinarón, el Cotanillo, el Maíllo...

Pero a pesar de todo eso, nunca había coronado la sierra, y esa era mi asignatura pendiente.

Después, en mis primeros años mozos –y por razones que no vienen al caso- me marché del pueblo en busca de nuevos horizontes, y mi vida laboral transcurrió por otros derroteros distintos a la resina, pero nunca renegué de mis raíces, y siempre me acordaba de aquel chozo de resineros que mi padre y mi tío tenían en la zona de la Variza y en el cual dormí muchas noches de verano.

Una vez terminada mi vida laboral, y con todos mis deberes familiares hechos, decidí venirme a vivir otra vez a La Adrada a disfrutar de mi modesta jubilación, y a convivir con todos mis paisanos, y otra vez he vuelto a patear todo el monte, pero ahora sin ataduras, sin obligaciones, sin prisas. He vuelto a contemplar sus regueros, sus gargantas… Me he vuelto a embriagar con el olor de la resina de los pinos y de los jarales… He vuelto a percibir el olor de los romeros, los tomillos, los cantuesos, del poleo, del orégano, de la hierba de los prados recién segada… Pero aún me quedaba esa asignatura pendiente de coronar la sierra, y ese come come, ese gusanillo, se iba grabando dentro de mi de tal forma que se hacía obsesivo.

Con un poco de reparo lo comenté con mi hija y con mi yerno, que en vez de quitarme las intenciones, me animaron en mi idea y se ofrecieron a acompañarme ellos en mi aventura. Así, que una mañana muy clara de finales de primavera, logramos coronar la sierra los cuatro, puesto que también nos acompañaba mi nieta Lidia, de diez años de edad y que parecía una cabrita montés, trepando la primera entre los cambrones y los piornos. Mi yerno, José-Manuel Sierra, que es un conocedor de la sierra, un andarín incasable y un experto guía, nos supo llevar por el sitio menos difícil, y supo dosificar nuestras fuerzas para que lográramos nuestro objetivo.

La subida fue muy dura y tardamos dos horas en subir desde el lugar donde habíamos dejado el coche, pero había merecido la pena; la visión desde arriba es inenarrable, tanto que exclamé: “Si no existiese Dios, había que inventarlo porque esta belleza no se puede hacer sola”. Al Norte el Valle del Alberche, el embalse del Burguillo, Ávila capital, la Paramera, Navaluenga, el río como una cinta azul… Al Sur el Valle del Tiétar con sus pueblos, sus prados… Y el castillo de La Adrada diminuto, como si fuera de juguete.

Yo sentí una enorme emoción y una gran alegría por haber coronado la sierra y por aprobar mi asignatura pendiente. Y no es que la sierra de Gredos sea el Himalaya ni mucho menos, pero coronar la sierra a los setenta y siete años, después de haber sufrido una operación de cadera y otra de cataratas, no lo hace cualquiera y bien merece dedicarle este artículo.

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