La toquilla negra

CaamañoTenía yo muy pocos años y era el día de Viernes Santo, y aquella noche fui a la Iglesia de la mano de una prima mía, unos ocho años mayor que yo; para escuchar el sermón de las siete palabras a cargo del párroco de La Adrada, que por aquel entonces era don Damián Gallego.

En aquellos tiempos, en España en general, y en La Adrada en particular, se celebraba la Semana Santa de distinta manera que se celebra ahora. Había una piadosa devoción, había una profunda fe, y había una masiva asistencia de fíeles a todos los actos religiosos que se celebraban. Por eso no debe de extrañar que, entre las personas mayores se mezclasen niños como yo, aunque siempre acompañados de personas mayores, si los actos religiosos eran nocturnos.

Cuando llegamos a la Iglesia ya estaba abarrotada de gente, y tuvimos alguna dificultad para acoplarnos, aunque mi prima y yo en sitios separados pudimos estar sentados. Recuerdo muy bien, que un grupo de personas mayores se estrecharon un poco en el banco, para que yo me pudiese sentar entre ellos, y como yo tenía entonces un cuerpo muy menudo no causé ningún trastorno. Por otra parte mi prima se acopló en otro banco del lado opuesto y al marcharse me dijo: "Tu quédate aquí quieto, que cuando acabe todo yo paso a recogerte."

Delante de mi, sentada en un reclinatorio -que entonces había muchos en la Iglesia- estaba una mujer mayor de menuda figura, que se llamaba tía Agustina. La tía Agustina que padecía una gran sordera, cubría la parte de arriba de su cuerpo con una toquilla negra de flecos, muy propia de la moda de aquella época, sobre todo en las personas mayores. De las personas que había sentadas a mi izquierda y a mi derecha no recuerdo su cara. Tampoco ellas se fijaron mucho en mi, puesto que no vieron la fechoría que hice delante de sus propios ojos.

Todos sabemos que los buenos oradores se lucen, y muchos alargan a veces su oratoria si es mucha la gente que los escucha. Don Damián, que además de ser un buen párroco era también un buen orador, y aquella noche estaba la Iglesia abarrotada de gente, debió alargar mucho su sermón, y aunque la gente le escuchaba embobada, a mi me produjo sueño y aburrimiento, y para distraerme, no se me ocurrió otra cosa mejor, que ir atando los flecos de la toquilla de la tía Agustina a los palos de su reclinatorio. Les aseguro a ustedes que no lo hice con mala fe, que lo hice solamente por distraerme, y que pensaba desatarla después. Pero de pronto se quedó un sitio vacío junto a mi prima, y ella me hizo una seña para que fuese junto a ella, así lo hice; olvidándome de la tía Agustina y de los flecos de su toquilla.

Cuando acabó todo el acto religioso, la gente se levantó para marcharse, y la tía Agustina también quiso hacer lo mismo. Pero al tener la toquilla rodeada a su cuerpo, y atada como si de una camisa de fuerza se tratase, cayó rodando al suelo con el reclinatorio a sus espaldas. Enseguida se formó un pequeño revuelo, pero las personas que auxiliaron a la tía Agustina, comprobaron que solamente tenía un pequeño chichón en la frente sin importancia. Pero enseguida averiguaron quien había sido el autor de la trastada.

Al día siguiente, la tía Agustina y yo fuimos la comidilla del pueblo. Pero ella era una mujer muy dulce y muy compresiva y me perdonó enseguida. Aunque su perdón no me libró de que en mi casa me diesen una buena reprimenda, un buen pescozón y algún estirón de orejas

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