El tío Traga-niños
(CUENTO TRUCULENTO)
Cuando yo era pequeño, muchas veces me contaron este cuento, que aunque sentía un gran pavor al oírle, también sentía curiosidad morbosa, porque me le contaran una y otra vez.
En un pueblo cercano a la sierra de Gredos, vivía un hombre que era muy malo, muy malo, al que le llamaban de mote el Tío Traga-niños. Su verdadero nombre era Telesforo, pero como era tan malo, y tenía muy malas intenciones, le pusieron de mote el Tío Traga-niños.
Por aquel entonces, había en España muchos niños, y como no existían ni la televisión, ni los ordenadores, cuando salían de la escuela jugaban mucho en la calle, y siempre que veían al Tío Traga-niños, salían corriendo y todos gritaban. “¡Tío Traga-niños! ¡Tío Traga-niños!” y seguían corriendo delante de él, con la certeza que no iba a alcanzar a ninguno. Porque el Tío Traga-niños, además de muy malo era muy cojo.
Unos decían que era a causa de una caída de un burro, pero otros, que fue porque un hombre le pilló quitándole los huevos de sus gallinas, y le dio un palo tan fuerte en una pierna que le dejó cojo para toda la vida, así que como ya hemos dicho antes era muy cojo, y hasta los niños mas pequeños corrían más que él.
Otras veces le decían “¡Tío Telesforo!, ¡Tío Telesforo! Es usted más feo que un loro, es usted más feo que un loro”. Eso le enfadaba mucho más y sacaba una navaja de entre la faja y se la enseñaba diciendo: “Como os coja a uno os la clavo. Como os coja a uno os la clavo” .
Un día fueron un grupo de niños a coger chicharras a un olivar, y cada uno de los niños se subió a una oliva, sin darse cuenta, que detrás de la más gruesa estaba el Tío Traga-niños haciendo sus necesidades, porque entonces no había servicios en las casas. Uno de los niños le vio, y empezó a gritar: “¡El Tío Traga-niños! ¡El Tío Traga-niños! Pero ya era demasiado tarde, porque aunque todos se bajaron de las olivas rápidamente, el más pequeño de todos se cayó al suelo y el Tío-Traganiños le pilló.
Los demás salieron corriendo escuchando los gritos que daba el niño, pero nada podían hacer, aunque dos de ellos que eran un poco mayores le tiraban piedras para que le soltase, el Tío Traga- niños no le soltó y les decía: ¡Ya os cogeré también a vosotros! ¡Ya os cogeré también a vosotros! Cogió al niño, le ató una cuerda a los pies, le colgó en la rama de una oliva con la cabeza hacia abajo y se marchó.
Menos mal que los niños se habían escondido en otro olivar cercano y cuando vieron que se alejaba corrieron a desatar al niño, que ya no le quedaban fuerzas ni para llorar. Cuando llegaron al pueblo y contaron el caso, nadie les quiso creer. No obstante, la guardia civil le interrogó, pero él lo negó todo diciendo: “Esos muchachos además de ser muy crueles son muy embusteros, y tienen demasiada fantasía” Y así quedaron por mentirosos y troleros.
Pero otro día que iban corriendo delante de él, porque le habían llamado Tío Traga-niños, uno de los muchachos de los más pequeños, que iba el último de todos se calló al suelo. Nada más caer comenzó a llorar, no se sabe si porque se había hecho daño, o por el miedo de caer en las manos del Tío Traga-niños. Lo cierto es, que en vez de llevar al niño a que le curasen, le cogió del pelo, que lo tenía muy largo y sin ningún miramiento, le arrojó al pozo que hay en la plaza del Altozano. El pozo aún sigue ahí todavía, aunque con el brocal tapiado para que no se caiga nadie dentro de él. Todos los demás muchachos se asustaron mucho y empezaron a gritar, y un vecino que oyó los gritos salió corriendo a ver que pasaba, y pudo sacar al muchacho, que se había mantenido a flote dando manotazos, porque el pozo estaba lleno de agua hasta arriba.
Entonces no tuvieron más remedio que creerles, y al contárselo a la guardia civil, fue a buscarle a su casa, pero el Tío Traga-niños ya había huido y se había escondido en la sierra, y allí le encontró la guardia civil a los quince días y entonces le detuvieron.
Por ese intento de asesinato, al Tío Traga-niños le metieron en la cárcel, y allí estuvo unos pocos años, sin regenerarse y asustando a los demás presos y también a los carceleros, porque tanto los unos como los otros le tenían mucho miedo, porque una vez que estaba en la cocina y discutió con un carcelero, le arrojó a la cara el agua hirviendo de una cacerola y le abrasó la cara. Entonces los demás carceleros le cogieron al Tío Traga-niños, le cortaron las orejas y se las echaron a los perros para que se las comieran. Después le metieron en una celda de castigo, y allí estuvo un mes incomunicado, y solo le daban para comer pan y agua, pero cuando salió de la celda de castigo, era mucho más malo que antes y juró a los carceleros que tenía que matar a alguno, cosa que no pudo hacer porque siempre estaba vigilado por tres o cuatro de ellos.
Cuando salió de la cárcel volvió al pueblo, y se encontró que le habían quemado la casa. Por el pueblo corrían los rumores, que habían sido los familiares del niño que él había arrojado al pozo los que la habían prendido fuego, pero nadie lo pudo demostrar y las autoridades tampoco hicieron nada por averiguarlo.
El Tío Traga-niños se fue a vivir a una cueva, que hay en la ladera del monte, en un lugar poco transitable. Así, que como ya veis, el Tío Traga-niños no tenía casa, porque se la habían quemado, los familiares del niño que él había arrojado al pozo, no tenía hijos, no tenía mujer, porque se había muerto a causa de los disgustos y de las palizas que él la había dado, no tenía trabajo porque además era muy holgazán, no tenía dientes, porque se los habían roto en una pelea unos mozos del pueblo de al lado, no tenía orejas, porque se las habían cortado los carceleros cuando estuvo en la cárcel, por no tener, no tenía ni vergüenza. Lo que si tenía era una navaja cabritera, que cuando quería asustar a alguien la sacaba de entre la faja y la abría, lo mismo si estaba en la plaza, como si estaba en la taberna, y la gente se asustaba solo con verla abierta.
Esto él lo sabía muy bien y se envalentonaba, y le daba tan buen resultado, que cuando entraba en la taberna siempre bebía gratis, porque todos los mozos le invitaban, y no por simpatía, si no por temor a que sacase la navaja y se la clavase a alguno. También solía ir al baile, y bailaba con la moza que le apetecía, y si le moza tenía novio le decía a éste: “El próximo baile le voy a bailar con tu novia”. Y el mozo nunca decía que no, por miedo a que se enfadara y sacara la navaja.
El Tío Traga-niños no tenía huertos en donde sembrar. Tampoco los necesitaba, porque se metía en los huertos de los vecinos, a robar de todo lo que hubiese, lo mismo robaba tomates, que melones, que patatas, que fruta… Y su cueva estaba siempre llena de todos los productos de la tierra, sin que le costase ni una sola peseta. Algunos cabreros, que se acercaban con mucho reparo a su cueva cuando sabían que él no estaba, lo atestiguaban.
Así, que todos los vecinos del pueblo, además de mucho miedo también le tenían mucho odio. Todos menos el cura, que decía que era un pobre hombre, que estaba mal de la cabeza, y que necesitaba la ayuda y la compresión de todos los vecinos y que todos tenían la obligación cristiana de ayudarle. El cura le daba mucha ropa vieja, que era con la que se vestía, y también algo de dinero, aunque necesitaba muy poco, porque el tabaco se lo daba el estanquero, el vino el tabernero, o se lo pagaban los mozos y el pan el panadero y todos ellos, por miedo mas que por simpatía.
El Tío Traga-niños, le había hecho prometer al cura, que cuando se muriese, le tenían que enterrar con la navaja abierta en la mano derecha. Así era el Tío Traga-niños.
Pero un día no apareció por el pueblo, y unos cabreros que pastoreaban por aquella zona, se acercaron con mucho recelo a su cueva, y se encontraron la sorpresa de que allí estaba sentado, y con la navaja abierta en la mano, el Tío Traga-niños. Parecía dormido, pero como no se movía, poco a poco se fueron acercando y pudieron comprobar que estaba muerto. Los cabreros no pudieron disimular su alegría, porque también a ellos los tenía acobardados y no podían acercarse con sus cabras a menos de doscientos metros.
Enseguida fueron a avisar al cura, al alcalde y a la guardia civil que acudieron al instante juntos con muchos curiosos del pueblo que no podían ocultar su alegría. Muchos mozos querían quemar el cadáver allí mismo, pero el cura se lo impidió y no consistió que nadie le tocase, hasta que no llegara el juez. Como no le hicieron la autopsia, no se supo de qué había muerto, unos decían que de un ataque al corazón, otros que de una borrachera que se había cogido la noche antes, y otros que le había envenenado un mozo con un vaso de vino, cabreado porque siempre que bailaba con su novia se daba la fiesta con ella y en sus mismas narices, pero nunca se supo la verdad.
Como no tenía ningún familiar que se hiciese cargo del cadáver, ni ningún sitio donde velarle, se hizo cargo el cura, y decidió llevarle a la Iglesia hasta que al día siguiente se le diese sepultura y contrató a dos mozos para que nadie profanase el cadáver, haciéndoles responsables de lo que pudiese ocurrir con el mismo.
De los dos mozos que el cura contrató para que cuidaran del Tío Traga-niños, uno era muy miedoso, y se llamaba Rigoberto, y el otro, que era más echado para adelante se llamaba Toribio. El Toribio, que sabía que el Rigoberto era muy miedoso, pensó que era muy buena ocasión para gastarle una broma morbosa. Hay que tener en cuenta, que en aquella época, las calles de los pueblos, estaban muy poco iluminadas, y las Iglesias un poco mas aisladas que ahora, puesto que muchos de los edificios nuevos que se han construido, entonces eran huertas, y cruzar de la plaza hasta la Iglesia de noche y con un muerto como el Tío Traga-niños de cuerpo presente, imponía mucho respeto y mucho más con la poca cultura y con las creencias de entonces.
Por eso el Toribio le dijo al Rigoberto: “Como ya son las once de la noche y nadie se ha atrevido a traernos la cena, uno de los dos tiene que ir a por ella. Así que elige, o te vas tú a por la cena y yo me quedo aquí solo, o me voy yo a por ella y te quedas aquí tú solo con el Tío Traga-niños”. El Rigoberto se quedó blanco de miedo, pues ni quería quedarse solo, ni tampoco quería salir de la Iglesia con lo oscura que estaba la calle. Así, que le respondió: “Yo no tengo ganas de cenar, y tú por una noche que no cenes tampoco te va a pasar nada, así, que ninguno de los dos deja solo al otro, ¡Con lo peligroso que este hombre! Aunque esté muerto causa miedo mirarle a la cara.” Pero el Toribio insistió y le dijo: “Si no quieres cenar, allá tú, y ahora mismo te quedas aquí solo y yo me voy a por la cena, que ha puesto mi madre unas judías con chorizo que están para chuparse los dedos. Al Tío Traga-niños le gustaban mucho, le diré que si quiere unas pocas.”
Al Rigoberto se le pusieron los pelos de punta del miedo que le entró, y le respondió: “No andes gastando esas bromas, pues ya sabes que no me gustan, y si no hay más remedio, iré yo a por la cena, y mientras tanto tu te quedas aquí solo con este tío, a ver si Dios hace un milagro y resucita y te clava la navaja, para que no andes presumiendo de valiente,”Dicho esto se marchó y dejó solo al Toribio con el Tío Traga-niños.
Mientras tanto, el cura le dijo al sacristán: “Ve a la Iglesia y date un vuelta por allí para ver como va todo, que no me fío yo ni un pelo de ese par de mozos”. El sacristán, que era un hombre que estaba acostumbrado a vivir entre muertos y entre Santos, no puso ningún reparo, y se presentó en la Iglesia de improviso, y allí se encontró con el Toribio.
El sacristán le preguntó al Toribio, que en donde estaba el Rigoberto, y el Toribio le respondió: “Se ha ido a por la cena y está cagado de miedo. Si quieres, entre los dos le gastamos una broma, y verás como se asusta mientas nosotros nos reímos de él”. Al sacristán, que era un hombre bastante bromista, le pareció buena la idea y le respondió que sí.
El Toribio ató una cuerda al cuello del Tío Traga-niños, bastante disimulada, para que el Rigoberto no se mosquease, y la otra punta de la cuerda se la ató a uno de sus pies, para que al accionar el pie, hiciera de balancín, y el cuerpo del Tío Traga-niños quedase incorporado. Después le dijo al sacristán: “Ahora tú te escondes detrás del Nazareno, y cuando venga el Rigoberto con la cena y yo le pregunte al Tío Traga-niños, si quiere cenar con nosotros, tu respondes que sí, que de lo demás me encargo yo, y ya verás como nos vamos a reír.
Al poco tiempo llegó el Rigoberto con la cena, y con la cara desencajada, por el miedo que había pasado en el trayecto desde el centro del pueblo a la Iglesia y el sacristán ya estaba escondido detrás del Nazareno. Entonces el Toribio le dijo al Rigoberto: “¿Quieres que le preguntemos, al Tío Traga-niños si quiere cenar con nosotros?”. El Rigoberto le respondió: “No andes gastando esas bromas, que yo le tengo mucho respeto a los muertos, y a este más. Y si sigues así yo me marcho ahora mismo, y tú te quedas aquí solo.” Pero el Toribio insistió y dijo: “A lo mejor no está muerto. Mira. Vamos a probar” “Tío Traga-niños: ¿Quiere usted cenar con nosotros”? Al mismo tiempo accionó la pierna, se tensó la cuerda, y el cadáver del Tío Traga-niños se incorporó quedándose sentado.
Entonces, el sacristán, imitando la voz del Tío Traga-niños, respondió desde su escondite: “¡Si quiero! Y me voy a comer todas las judías, y después os voy a comer también a vosotros”. Entonces, el Rigoberto quiso escapar y el Toribio le sujetó para que no lo hiciera. El Rigoberto era más fuerte que él, le dio un empujón, y el Toribio –que además estaba atado al cuerpo del Tío Traga-niños- cayó encima de él y como tenía la navaja abierta, se la clavó en el corazón y quedó muerto en el acto, cayendo rodando por el suelo y quedando tendido en un charco de sangre.
El Rigoberto salió corriendo rápidamente, pero como no veía, del pavor que llevaba, se topó con una columna y se partió la cabeza, quedando también muerto en el suelo.
El sacristán, al oír el alboroto que se había formado, salió de su escondite, y al ver el drama que había causado la broma que había ideado el Toribio, y que él había secundado, le dio un ataque al corazón, cayendo redondo al suelo y quedó muerto, sin darle tiempo a decir ninguna de esas oraciones, que él rezaba a todos los difuntos, y que solamente las comprendía el cura porque las rezaba en latín.
Así transcurrió la noche, sin que nadie más apareciese por la Iglesia, con los tres muertos, más el cadáver del Tío Traga-niños, - que nunca se llegó a saber a ciencia cierta si estaba muerto o solamente estaba dormido-.
A la mañana siguiente, -como de costumbre- fue el monaguillo a tocar la campana, para la primera misa y se encontró con aquella escena tan trágica y truculenta. El monaguillo, que también había corrido mas de una vez delante del Tío Traga-niños, no se podía creer lo que estaba viendo. Se asustó tanto que se quedó paralizado por completo, como si le hubiese dado un parálisis. Y cuando pudo reaccionar comenzó a gritar: “¡Que ha resucitado! ¡Que ha resucitado!".
En su huida se encontró con una mujer muy mayor, una viejecita muy madrugadora que se llamaba tía Eduviges, y que era la primera que acudía a la Iglesia todas las mañanas a rezar, y el monaguillo la dijo: “¡Que ha resucitado! Tía Eduviges. ¡Que ha resucitado!” Y la tía Eduviges le respondió: “¡Chiquillo! ¡Tú estás loco! ¡Que va a resucitar! Cuando resucita es el sábado de Gloria y hoy es martes”. Y el monaguillo lleno de miedo y tartamudeando la replicó: “¡Que no señora! ¡Que no señora! Que quién ha resucitado es el Tío Traga-niños”.
Y lleno de pánico siguió corriendo sin parar hasta llegar a su casa para contárselo a su madre. La tía Eduviges siguió su camino diciendo: “Esta juventud cada día está más loca” Pero al llegar a la Iglesia y ver los cuatro cadáveres, solo le dio tiempo para decir: “¡Que razón tenía el monaguillo!”. Dicho esto la dio un mareo y cayó redonda al suelo. Al caer se dio un golpe en la cabeza con la esquina de una piedra de la escalera y quedó muerta en el acto.
Por otra parte, la madre del monaguillo no le creyó, y pensó que era una fantasía del niño, porque era muy aficionado a leer libros de aventuras. Pero el niño insistió tanto, que la madre buscó al alcalde, para contarle todo lo que le había dicho su hijo. El alcalde avisó al cura y al sargento de la guardia civil y todos, seguidos de un gran muchedumbre llegaron a la Iglesia, y allí pudieron comprobar llenos de horror, que el niño no mentía. Y con lo primero que se encontraron fue con el cuerpo de la tía Eduviges, tendido en las escaleras de la puerta de la Iglesia, con la cabeza abierta y en un charco de sangre. Allí estaba también el Tío Traga-niños, sentado en su ataúd y con su boca desdentada abierta, y con la navaja ensangrentada en su mano derecha y con el puño bien cerrado sujetando las cachas de la navaja, altivo, agresivo, desafiante…Y con la vista extraviada mirando a todos, como queriendo decir: “El que se acerque le rajo”.
A su alrededor estaban, muertos y tendidos en el suelo el Sacristán, el Toribio y el Rigoberto. El cuadro era dantesco, truculento, tremebundo…El señor cura quiso entrar en la Iglesia y el sargento se lo impidió diciendo: “!Por favor! No entre usted ahí, que ese hombre es peligroso y no sabemos si está vivo o muerto”.
Enseguida llegaron cinco guardia civiles, y el sargento les ordenó que hicieran fuego, sobre el cuerpo del Tío Traga-niños. Hicieron la primera descarga y el Tío Traga-niños ni se movió, a la segunda descarga tampoco, y a la tercera por fin el cuerpo se desplomó sobre el ataúd y todo el público presente respiró tranquilo.
Entonces el sargento ordenó a los guardias que entrasen, pero con mucho cuidado, y así lo hicieron. Le ataron de pies y manos, le llevaron a la plaza del pueblo, en donde entonces había un eucalipto muy grande, y allí le colgaron. Y allí estuvo colgado durante cinco días y cinco noches, y aunque el señor cura quería darle sepultura inmediatamente, el sargento se opuso y no quiso que se hiciera hasta que no terminase la Semana Santa.
Todo el que quería estaba autorizado para apalear el cadáver, y muchos de los niños que habían corrido delante de él así lo hacían, y disfrutaban dándole estacazos, aunque por la noche no conseguían conciliar el sueño. Cuando por fin le dieron sepultura, muchos de los niños no se atrevían a pasar por delante del eucalipto, sobre todo si era de noche, porque creían ver el cuerpo del Tío Traga-niños, balanceándose en las ramas del árbol, y algunos de aquellos niños, cuando dejaron de serlo y se hicieron adultos, todavía tenían pesadillas, y en esas pesadillas, creían ver al Tío Traga-niños, con su navaja ensangrentada en la mano.
Espero y deseo, que después releer este cuento no os suceda a vosotros lo mismo.
Cuando yo era pequeño, muchas veces me contaron este cuento, que aunque sentía un gran pavor al oírle, también sentía curiosidad morbosa, porque me le contaran una y otra vez.
En un pueblo cercano a la sierra de Gredos, vivía un hombre que era muy malo, muy malo, al que le llamaban de mote el Tío Traga-niños. Su verdadero nombre era Telesforo, pero como era tan malo, y tenía muy malas intenciones, le pusieron de mote el Tío Traga-niños.
Por aquel entonces, había en España muchos niños, y como no existían ni la televisión, ni los ordenadores, cuando salían de la escuela jugaban mucho en la calle, y siempre que veían al Tío Traga-niños, salían corriendo y todos gritaban. “¡Tío Traga-niños! ¡Tío Traga-niños!” y seguían corriendo delante de él, con la certeza que no iba a alcanzar a ninguno. Porque el Tío Traga-niños, además de muy malo era muy cojo.
Unos decían que era a causa de una caída de un burro, pero otros, que fue porque un hombre le pilló quitándole los huevos de sus gallinas, y le dio un palo tan fuerte en una pierna que le dejó cojo para toda la vida, así que como ya hemos dicho antes era muy cojo, y hasta los niños mas pequeños corrían más que él.
Otras veces le decían “¡Tío Telesforo!, ¡Tío Telesforo! Es usted más feo que un loro, es usted más feo que un loro”. Eso le enfadaba mucho más y sacaba una navaja de entre la faja y se la enseñaba diciendo: “Como os coja a uno os la clavo. Como os coja a uno os la clavo” .
Un día fueron un grupo de niños a coger chicharras a un olivar, y cada uno de los niños se subió a una oliva, sin darse cuenta, que detrás de la más gruesa estaba el Tío Traga-niños haciendo sus necesidades, porque entonces no había servicios en las casas. Uno de los niños le vio, y empezó a gritar: “¡El Tío Traga-niños! ¡El Tío Traga-niños! Pero ya era demasiado tarde, porque aunque todos se bajaron de las olivas rápidamente, el más pequeño de todos se cayó al suelo y el Tío-Traganiños le pilló.
Los demás salieron corriendo escuchando los gritos que daba el niño, pero nada podían hacer, aunque dos de ellos que eran un poco mayores le tiraban piedras para que le soltase, el Tío Traga- niños no le soltó y les decía: ¡Ya os cogeré también a vosotros! ¡Ya os cogeré también a vosotros! Cogió al niño, le ató una cuerda a los pies, le colgó en la rama de una oliva con la cabeza hacia abajo y se marchó.
Menos mal que los niños se habían escondido en otro olivar cercano y cuando vieron que se alejaba corrieron a desatar al niño, que ya no le quedaban fuerzas ni para llorar. Cuando llegaron al pueblo y contaron el caso, nadie les quiso creer. No obstante, la guardia civil le interrogó, pero él lo negó todo diciendo: “Esos muchachos además de ser muy crueles son muy embusteros, y tienen demasiada fantasía” Y así quedaron por mentirosos y troleros.
Pero otro día que iban corriendo delante de él, porque le habían llamado Tío Traga-niños, uno de los muchachos de los más pequeños, que iba el último de todos se calló al suelo. Nada más caer comenzó a llorar, no se sabe si porque se había hecho daño, o por el miedo de caer en las manos del Tío Traga-niños. Lo cierto es, que en vez de llevar al niño a que le curasen, le cogió del pelo, que lo tenía muy largo y sin ningún miramiento, le arrojó al pozo que hay en la plaza del Altozano. El pozo aún sigue ahí todavía, aunque con el brocal tapiado para que no se caiga nadie dentro de él. Todos los demás muchachos se asustaron mucho y empezaron a gritar, y un vecino que oyó los gritos salió corriendo a ver que pasaba, y pudo sacar al muchacho, que se había mantenido a flote dando manotazos, porque el pozo estaba lleno de agua hasta arriba.
Entonces no tuvieron más remedio que creerles, y al contárselo a la guardia civil, fue a buscarle a su casa, pero el Tío Traga-niños ya había huido y se había escondido en la sierra, y allí le encontró la guardia civil a los quince días y entonces le detuvieron.
Por ese intento de asesinato, al Tío Traga-niños le metieron en la cárcel, y allí estuvo unos pocos años, sin regenerarse y asustando a los demás presos y también a los carceleros, porque tanto los unos como los otros le tenían mucho miedo, porque una vez que estaba en la cocina y discutió con un carcelero, le arrojó a la cara el agua hirviendo de una cacerola y le abrasó la cara. Entonces los demás carceleros le cogieron al Tío Traga-niños, le cortaron las orejas y se las echaron a los perros para que se las comieran. Después le metieron en una celda de castigo, y allí estuvo un mes incomunicado, y solo le daban para comer pan y agua, pero cuando salió de la celda de castigo, era mucho más malo que antes y juró a los carceleros que tenía que matar a alguno, cosa que no pudo hacer porque siempre estaba vigilado por tres o cuatro de ellos.
Cuando salió de la cárcel volvió al pueblo, y se encontró que le habían quemado la casa. Por el pueblo corrían los rumores, que habían sido los familiares del niño que él había arrojado al pozo los que la habían prendido fuego, pero nadie lo pudo demostrar y las autoridades tampoco hicieron nada por averiguarlo.
El Tío Traga-niños se fue a vivir a una cueva, que hay en la ladera del monte, en un lugar poco transitable. Así, que como ya veis, el Tío Traga-niños no tenía casa, porque se la habían quemado, los familiares del niño que él había arrojado al pozo, no tenía hijos, no tenía mujer, porque se había muerto a causa de los disgustos y de las palizas que él la había dado, no tenía trabajo porque además era muy holgazán, no tenía dientes, porque se los habían roto en una pelea unos mozos del pueblo de al lado, no tenía orejas, porque se las habían cortado los carceleros cuando estuvo en la cárcel, por no tener, no tenía ni vergüenza. Lo que si tenía era una navaja cabritera, que cuando quería asustar a alguien la sacaba de entre la faja y la abría, lo mismo si estaba en la plaza, como si estaba en la taberna, y la gente se asustaba solo con verla abierta.
Esto él lo sabía muy bien y se envalentonaba, y le daba tan buen resultado, que cuando entraba en la taberna siempre bebía gratis, porque todos los mozos le invitaban, y no por simpatía, si no por temor a que sacase la navaja y se la clavase a alguno. También solía ir al baile, y bailaba con la moza que le apetecía, y si le moza tenía novio le decía a éste: “El próximo baile le voy a bailar con tu novia”. Y el mozo nunca decía que no, por miedo a que se enfadara y sacara la navaja.
El Tío Traga-niños no tenía huertos en donde sembrar. Tampoco los necesitaba, porque se metía en los huertos de los vecinos, a robar de todo lo que hubiese, lo mismo robaba tomates, que melones, que patatas, que fruta… Y su cueva estaba siempre llena de todos los productos de la tierra, sin que le costase ni una sola peseta. Algunos cabreros, que se acercaban con mucho reparo a su cueva cuando sabían que él no estaba, lo atestiguaban.
Así, que todos los vecinos del pueblo, además de mucho miedo también le tenían mucho odio. Todos menos el cura, que decía que era un pobre hombre, que estaba mal de la cabeza, y que necesitaba la ayuda y la compresión de todos los vecinos y que todos tenían la obligación cristiana de ayudarle. El cura le daba mucha ropa vieja, que era con la que se vestía, y también algo de dinero, aunque necesitaba muy poco, porque el tabaco se lo daba el estanquero, el vino el tabernero, o se lo pagaban los mozos y el pan el panadero y todos ellos, por miedo mas que por simpatía.
El Tío Traga-niños, le había hecho prometer al cura, que cuando se muriese, le tenían que enterrar con la navaja abierta en la mano derecha. Así era el Tío Traga-niños.
Pero un día no apareció por el pueblo, y unos cabreros que pastoreaban por aquella zona, se acercaron con mucho recelo a su cueva, y se encontraron la sorpresa de que allí estaba sentado, y con la navaja abierta en la mano, el Tío Traga-niños. Parecía dormido, pero como no se movía, poco a poco se fueron acercando y pudieron comprobar que estaba muerto. Los cabreros no pudieron disimular su alegría, porque también a ellos los tenía acobardados y no podían acercarse con sus cabras a menos de doscientos metros.
Enseguida fueron a avisar al cura, al alcalde y a la guardia civil que acudieron al instante juntos con muchos curiosos del pueblo que no podían ocultar su alegría. Muchos mozos querían quemar el cadáver allí mismo, pero el cura se lo impidió y no consistió que nadie le tocase, hasta que no llegara el juez. Como no le hicieron la autopsia, no se supo de qué había muerto, unos decían que de un ataque al corazón, otros que de una borrachera que se había cogido la noche antes, y otros que le había envenenado un mozo con un vaso de vino, cabreado porque siempre que bailaba con su novia se daba la fiesta con ella y en sus mismas narices, pero nunca se supo la verdad.
Como no tenía ningún familiar que se hiciese cargo del cadáver, ni ningún sitio donde velarle, se hizo cargo el cura, y decidió llevarle a la Iglesia hasta que al día siguiente se le diese sepultura y contrató a dos mozos para que nadie profanase el cadáver, haciéndoles responsables de lo que pudiese ocurrir con el mismo.
De los dos mozos que el cura contrató para que cuidaran del Tío Traga-niños, uno era muy miedoso, y se llamaba Rigoberto, y el otro, que era más echado para adelante se llamaba Toribio. El Toribio, que sabía que el Rigoberto era muy miedoso, pensó que era muy buena ocasión para gastarle una broma morbosa. Hay que tener en cuenta, que en aquella época, las calles de los pueblos, estaban muy poco iluminadas, y las Iglesias un poco mas aisladas que ahora, puesto que muchos de los edificios nuevos que se han construido, entonces eran huertas, y cruzar de la plaza hasta la Iglesia de noche y con un muerto como el Tío Traga-niños de cuerpo presente, imponía mucho respeto y mucho más con la poca cultura y con las creencias de entonces.
Por eso el Toribio le dijo al Rigoberto: “Como ya son las once de la noche y nadie se ha atrevido a traernos la cena, uno de los dos tiene que ir a por ella. Así que elige, o te vas tú a por la cena y yo me quedo aquí solo, o me voy yo a por ella y te quedas aquí tú solo con el Tío Traga-niños”. El Rigoberto se quedó blanco de miedo, pues ni quería quedarse solo, ni tampoco quería salir de la Iglesia con lo oscura que estaba la calle. Así, que le respondió: “Yo no tengo ganas de cenar, y tú por una noche que no cenes tampoco te va a pasar nada, así, que ninguno de los dos deja solo al otro, ¡Con lo peligroso que este hombre! Aunque esté muerto causa miedo mirarle a la cara.” Pero el Toribio insistió y le dijo: “Si no quieres cenar, allá tú, y ahora mismo te quedas aquí solo y yo me voy a por la cena, que ha puesto mi madre unas judías con chorizo que están para chuparse los dedos. Al Tío Traga-niños le gustaban mucho, le diré que si quiere unas pocas.”
Al Rigoberto se le pusieron los pelos de punta del miedo que le entró, y le respondió: “No andes gastando esas bromas, pues ya sabes que no me gustan, y si no hay más remedio, iré yo a por la cena, y mientras tanto tu te quedas aquí solo con este tío, a ver si Dios hace un milagro y resucita y te clava la navaja, para que no andes presumiendo de valiente,”Dicho esto se marchó y dejó solo al Toribio con el Tío Traga-niños.
Mientras tanto, el cura le dijo al sacristán: “Ve a la Iglesia y date un vuelta por allí para ver como va todo, que no me fío yo ni un pelo de ese par de mozos”. El sacristán, que era un hombre que estaba acostumbrado a vivir entre muertos y entre Santos, no puso ningún reparo, y se presentó en la Iglesia de improviso, y allí se encontró con el Toribio.
El sacristán le preguntó al Toribio, que en donde estaba el Rigoberto, y el Toribio le respondió: “Se ha ido a por la cena y está cagado de miedo. Si quieres, entre los dos le gastamos una broma, y verás como se asusta mientas nosotros nos reímos de él”. Al sacristán, que era un hombre bastante bromista, le pareció buena la idea y le respondió que sí.
El Toribio ató una cuerda al cuello del Tío Traga-niños, bastante disimulada, para que el Rigoberto no se mosquease, y la otra punta de la cuerda se la ató a uno de sus pies, para que al accionar el pie, hiciera de balancín, y el cuerpo del Tío Traga-niños quedase incorporado. Después le dijo al sacristán: “Ahora tú te escondes detrás del Nazareno, y cuando venga el Rigoberto con la cena y yo le pregunte al Tío Traga-niños, si quiere cenar con nosotros, tu respondes que sí, que de lo demás me encargo yo, y ya verás como nos vamos a reír.
Al poco tiempo llegó el Rigoberto con la cena, y con la cara desencajada, por el miedo que había pasado en el trayecto desde el centro del pueblo a la Iglesia y el sacristán ya estaba escondido detrás del Nazareno. Entonces el Toribio le dijo al Rigoberto: “¿Quieres que le preguntemos, al Tío Traga-niños si quiere cenar con nosotros?”. El Rigoberto le respondió: “No andes gastando esas bromas, que yo le tengo mucho respeto a los muertos, y a este más. Y si sigues así yo me marcho ahora mismo, y tú te quedas aquí solo.” Pero el Toribio insistió y dijo: “A lo mejor no está muerto. Mira. Vamos a probar” “Tío Traga-niños: ¿Quiere usted cenar con nosotros”? Al mismo tiempo accionó la pierna, se tensó la cuerda, y el cadáver del Tío Traga-niños se incorporó quedándose sentado.
Entonces, el sacristán, imitando la voz del Tío Traga-niños, respondió desde su escondite: “¡Si quiero! Y me voy a comer todas las judías, y después os voy a comer también a vosotros”. Entonces, el Rigoberto quiso escapar y el Toribio le sujetó para que no lo hiciera. El Rigoberto era más fuerte que él, le dio un empujón, y el Toribio –que además estaba atado al cuerpo del Tío Traga-niños- cayó encima de él y como tenía la navaja abierta, se la clavó en el corazón y quedó muerto en el acto, cayendo rodando por el suelo y quedando tendido en un charco de sangre.
El Rigoberto salió corriendo rápidamente, pero como no veía, del pavor que llevaba, se topó con una columna y se partió la cabeza, quedando también muerto en el suelo.
El sacristán, al oír el alboroto que se había formado, salió de su escondite, y al ver el drama que había causado la broma que había ideado el Toribio, y que él había secundado, le dio un ataque al corazón, cayendo redondo al suelo y quedó muerto, sin darle tiempo a decir ninguna de esas oraciones, que él rezaba a todos los difuntos, y que solamente las comprendía el cura porque las rezaba en latín.
Así transcurrió la noche, sin que nadie más apareciese por la Iglesia, con los tres muertos, más el cadáver del Tío Traga-niños, - que nunca se llegó a saber a ciencia cierta si estaba muerto o solamente estaba dormido-.
A la mañana siguiente, -como de costumbre- fue el monaguillo a tocar la campana, para la primera misa y se encontró con aquella escena tan trágica y truculenta. El monaguillo, que también había corrido mas de una vez delante del Tío Traga-niños, no se podía creer lo que estaba viendo. Se asustó tanto que se quedó paralizado por completo, como si le hubiese dado un parálisis. Y cuando pudo reaccionar comenzó a gritar: “¡Que ha resucitado! ¡Que ha resucitado!".
En su huida se encontró con una mujer muy mayor, una viejecita muy madrugadora que se llamaba tía Eduviges, y que era la primera que acudía a la Iglesia todas las mañanas a rezar, y el monaguillo la dijo: “¡Que ha resucitado! Tía Eduviges. ¡Que ha resucitado!” Y la tía Eduviges le respondió: “¡Chiquillo! ¡Tú estás loco! ¡Que va a resucitar! Cuando resucita es el sábado de Gloria y hoy es martes”. Y el monaguillo lleno de miedo y tartamudeando la replicó: “¡Que no señora! ¡Que no señora! Que quién ha resucitado es el Tío Traga-niños”.
Y lleno de pánico siguió corriendo sin parar hasta llegar a su casa para contárselo a su madre. La tía Eduviges siguió su camino diciendo: “Esta juventud cada día está más loca” Pero al llegar a la Iglesia y ver los cuatro cadáveres, solo le dio tiempo para decir: “¡Que razón tenía el monaguillo!”. Dicho esto la dio un mareo y cayó redonda al suelo. Al caer se dio un golpe en la cabeza con la esquina de una piedra de la escalera y quedó muerta en el acto.
Por otra parte, la madre del monaguillo no le creyó, y pensó que era una fantasía del niño, porque era muy aficionado a leer libros de aventuras. Pero el niño insistió tanto, que la madre buscó al alcalde, para contarle todo lo que le había dicho su hijo. El alcalde avisó al cura y al sargento de la guardia civil y todos, seguidos de un gran muchedumbre llegaron a la Iglesia, y allí pudieron comprobar llenos de horror, que el niño no mentía. Y con lo primero que se encontraron fue con el cuerpo de la tía Eduviges, tendido en las escaleras de la puerta de la Iglesia, con la cabeza abierta y en un charco de sangre. Allí estaba también el Tío Traga-niños, sentado en su ataúd y con su boca desdentada abierta, y con la navaja ensangrentada en su mano derecha y con el puño bien cerrado sujetando las cachas de la navaja, altivo, agresivo, desafiante…Y con la vista extraviada mirando a todos, como queriendo decir: “El que se acerque le rajo”.
A su alrededor estaban, muertos y tendidos en el suelo el Sacristán, el Toribio y el Rigoberto. El cuadro era dantesco, truculento, tremebundo…El señor cura quiso entrar en la Iglesia y el sargento se lo impidió diciendo: “!Por favor! No entre usted ahí, que ese hombre es peligroso y no sabemos si está vivo o muerto”.
Enseguida llegaron cinco guardia civiles, y el sargento les ordenó que hicieran fuego, sobre el cuerpo del Tío Traga-niños. Hicieron la primera descarga y el Tío Traga-niños ni se movió, a la segunda descarga tampoco, y a la tercera por fin el cuerpo se desplomó sobre el ataúd y todo el público presente respiró tranquilo.
Entonces el sargento ordenó a los guardias que entrasen, pero con mucho cuidado, y así lo hicieron. Le ataron de pies y manos, le llevaron a la plaza del pueblo, en donde entonces había un eucalipto muy grande, y allí le colgaron. Y allí estuvo colgado durante cinco días y cinco noches, y aunque el señor cura quería darle sepultura inmediatamente, el sargento se opuso y no quiso que se hiciera hasta que no terminase la Semana Santa.
Todo el que quería estaba autorizado para apalear el cadáver, y muchos de los niños que habían corrido delante de él así lo hacían, y disfrutaban dándole estacazos, aunque por la noche no conseguían conciliar el sueño. Cuando por fin le dieron sepultura, muchos de los niños no se atrevían a pasar por delante del eucalipto, sobre todo si era de noche, porque creían ver el cuerpo del Tío Traga-niños, balanceándose en las ramas del árbol, y algunos de aquellos niños, cuando dejaron de serlo y se hicieron adultos, todavía tenían pesadillas, y en esas pesadillas, creían ver al Tío Traga-niños, con su navaja ensangrentada en la mano.
Espero y deseo, que después releer este cuento no os suceda a vosotros lo mismo.