El Pícaro Sisebuto

Pablo Caamaño Nació en Huelva, en el año mil seiscientos cincuenta en el seno de una familia muy humilde, y le pusieron de nombre Sisebuto. Era hijo único y sus padres murieron a causa del cólera cuando él tenía solamente cuatro años de edad, y le recogieron unos tíos que le daban muchos palos y muy poco de comer, porque ellos también eran muy pobres y además tenían cuatro hijos que alimentar.

Su tío bebía mucho, y cuando llegaba a casa borracho, pegaba a su mujer, al sobrino y algunas veces también a sus hijos. En ese ambiente se crió Sisebuto hasta que cumplió los diez años de edad, y al no poder aguantar más vivir de esa manera, un buen día se marchó de casa, sin saber a donde ir ni cómo se las iba a arreglar él solo.

En la calle se encontró con otros muchachos más o menos de su edad, que estaban en sus mismas condiciones, que se peleaban por cualquier cosa, pero que también se ayudaban y compartían lo poco que tenían para comer, que era de lo que robaban en el puerto y en otros lugares, y también de las limosnas que les daban en las puertas de las Iglesias. Muy pronto se dio cuenta que para sobrevivir en ese ambiente de pícaros, tenía que ser fuerte y valiente, y más pícaro que ninguno de lo otros si quería mandar en el grupo, que no era precisamente un coro de angelitos.

Sisebuto tenía muy mal genio, y los otros muchachos le pusieron de mote el “Mala-leche” y con esa mala leche, pronto consiguió hacerse el jefe del grupo, y todos los demás le respetaban y le obedecían. No tenían en donde dormir, y lo hacían entre los cajones del puerto, y también en algunos barcos, que ellos sabían que sus dueños habían dejado abandonados. A los vigilantes del puerto les traían de cabeza, y estos les perseguían con mucha saña, aunque algunas veces, si el hurto no era muy grande les dejaban ir, porque comprendían que de algo tenían que vivir. Sabían que el jefe del grupo era Sisebuto, y a ese sí que tenían ganas de pillarle, pero se les escurría siempre lo mismo que una anguila.

Un mal día se descuidó, y uno de los vigilantes, al que todos los muchachos llamaban el “Boca Negra” porque tenía los dientes negros a causa del tabaco, le echó las zarpas encima al tiempo que decía: "¡Te pillé! y ahora sí que no te escapas”. Le cogió del cuello de la camisa por la parte del cogote, y al principio Sisebuto se quedó quieto, pero cuando el vigilante estaba más confiado de que ya le tenía, se agachó, hizo con su cuerpo un extraño giro, pegó un tirón fuerte y se escapó; dejando al “Boca Negra” con la camisa en la mano y con tres palmos de narices. El muchacho salió corriendo, aunque sin camisa, mientras el vigilante burlado decía: “¡Ya te pillaré!” “¡Ya te pillaré!”.

Ese problema no tardó Sisebuto en solucionarlo, pues llegó a un lugar de la playa, en donde un grupo de muchachos se estaban bañando plácidamente, y muy confiados habían dejado la ropa al lado de una roca. Sisebuto llegó hasta la roca sin ser visto, y con toda la tranquilidad del mundo, cogió la camisa y el pantalón que más le gustó, se vistió como un señorito y se marchó del lugar tranquilamente. Cuando sus amigos le vieron vestido de esa forma, le dijeron que parecía un niño rico y al preguntarle que de dónde lo había sacado, no les quiso decir la verdad, y les dijo que se lo había regalado una marquesa, que era la ropa de un nieto de ella que ya se le había quedado pequeña, y que le dijo que de vez en cuando fuera por su casa, porque más adelante le daría mas. Los amigos se lo creyeron y le dijeron que qué suerte había tenido al conocer a esa marquesa. Desde entonces procuraba ir solo y vestir con elegancia, y de vez en cuando se pasaba, no por casa de esa marquesa que él se había inventado, si no por donde comprendía que podía conseguir ropa nueva sin costarle nada. Cambió tanto su imagen, que ni los vigilantes del puerto le reconocían. Se cortó el pelo y se lo peinaba todos los días.

Dejó de ponerse la gorrilla que llevaba antes, y pasó a ser un raterillo de guante blanco, porque después de hacer los hurtos, se paseaba delante de las narices del “Boca Negra” sin que este le reconociera, y por muchos de los hurtos que él hacía, culpaban a sus antiguos compañeros, que le seguían considerando como su jefe. Así, entre robos y pillerías cumplió los quince años, y entonces decidió que tenía que cambiar de vida.

Se enroló en un barco de pesca, gracias a que al patrón le pareció que era espabilado y que al ser joven y fuerte, pronto sería un buen marinero. Los otros marineros, que eran hombres muy curtidos y muy duros, se mofaban de él, le gastaban bromas muy pesadas y le daban de comer lo que a ellos les sobraba. Así él pasó, de ser jefe de un grupo de pícaros, a ser el grumete de un barco de pescadores, y el hazmerreír de todos. Y esa dosis de mala leche que llevaba dentro se la tuvo que guardar para mejor ocasión.

De la noche a la mañana, el patrón del barco decidió que pasase a la cocina como pinche o ayudante del cocinero. Se puso muy contento, porque creyó que estando en la cocina, se iba a hartar de comer, cosa que no había hecho casi nunca a o largo de su vida. Pero el cocinero, que era un tipo muy grueso y muy tragón, le daba un cogotazo cada vez que le veía meterse algo en la boca. El cocinero que era muy aficionado al juego, le propuso un día jugar una partida de cartas. Sisebuto le respondió que no sabía, cosa que no era cierta, porque en su vida de raterillo, aprendió a jugar a toda clase de juegos, aprendió toda clase de trucos y de trampas, pues la vida en la calle es muy dura y a veces enseña más que muchos libros.

El cocinero insistió diciendo que él le enseñaría, y aunque al principio se resistió, terminó por ceder y así fue como iniciaron su primera partida de cartas. Al principio, haciéndose el tonto, le dejó al cocinero que ganase las primeras manos y hasta consintió que le hiciera alguna pequeña trampa, pero poco a poco la partida quedaba en empate y el cocinero le decía que era un alumno muy aventajado. El grumete le respondía que se sentía muy halagado de que un hombre tan buen jugador como él, le dijese esas cosas, (aquí sí que iban de pícaro a pícaro).

Pero un día decidió contraatacar, y valiéndose de algún pequeño truco, consiguió ganarle al cocinero alguna cantidad de dinero. El cocinero se sintió herido en su amor propio, y a la noche siguiente quiso doblar la apuesta, y el grumete (haciéndose de nuevo el tonto) le respondió que le parecía muy arriesgado, y que seguramente perdería porque era mucho mejor jugador que él, y que si le había ganado alguna mano era porque había tenido mucha suerte. Pero el cocinero volvió a la carga diciendo que la suerte hay que aprovecharla cuando llega, porque la suerte solo pasa una vez a lo largo de la vida de las personas. Le respondió, que no quería perder lo poco que tenía, pero ante la insistencia del cocinero doblaron la apuesta, y éste perdió, y a la otra, y a la siguiente.

Sisebuto, ya sin ningún tipo de rubor, sacó a relucir todo tipo de argucias, toda clase de trampas que había aprendido durante su vida en la calle al lado de tanto pícaro, y todas las noches ganaba, dejando al incauto cocinero como el gallo de Morón, sin plumas y cacareando, achacándolo todo a su mala suerte, sin darse cuenta que estaba en manos de un pícaro redomado. Tanto es así, que pidió al Patrón un anticipo de dinero, y al preguntarle que para qué lo quería estando en el mar, le contó la verdad. Entonces, no solo el Patrón, si no todos los marineros se enteraron de que el grumete era un jugador con mucha suerte, y todos querían jugar con él para ver si le ganaban. Sisebuto cogió miedo, y comenzó a dejarse ganar, para que los marineros no se enfadaran, y poco a poco el dinero que había conseguido del cocinero pasó al bolsillo de los marineros.

Entonces, sacando a relucir la mala leche que llevaba dentro, decidió volver a jugar como sabía, o sea, haciendo trampas, pero con mucho cuidado para que ninguno sospechase. Y volvió a jugar fuerte, y volvió a ganar, a ganar, ganar…Y hasta al Patrón le entró el gusanillo del juego, y perdió igual que los demás.

El grumete se dio cuenta en el peligro que estaba, porque sabía muy bien que cualquiera de aquellos hombres sería capaz de matarle para quedarse con todo el dinero, pues aunque les hacía trampas, estaban también hechas, que nadie se daba cuenta de ello, y creían que les ganaba porque era muy afortunado en el juego. El grumete tenía una gran bolsa de cuero donde guardaba el dinero, que siempre llevaba atada a la cintura debajo de la ropa, procurando no estar nunca a solas con ningún marinero, y así, noche tras noche, los bolsillos de aquellos hombres estaban cada vez más vacíos y su bolsa más repleta, y aunque sentía miedo, su afán de ganar y ganar le hacía seguir jugando.

Pero un día, dos de los marineros se le acercaron y le dijeron al oído: “Esta noche, o te ganamos, o te quitamos el dinero y te arrojamos al mar.” El grumete muy asustado no respondió nada. Pero dijo para sus adentros: “Esta noche no va a hacer falta que nadie me arroje al mar, porque me voy a arrojar yo solo".

Así que, esa noche, cuando todos estaban reunidos en el camarote del Patrón para iniciar la partida de cartas, el grumete dijo que estaba indispuesto, que tenía que ir al escusado y que enseguida volvía, pero lo que volvió fue la espalda. Había luna llena y estaba la mar muy tranquila. Como era buen nadador se colocó la bolsa de cuero bien cerrada a la cintura y se arrojó al mar, y nadando, nadando, llegó a Huelva. Empapado y casi muerto de frío se acercó a un convento de padres Trinitarios en donde fue acogido, contándoles la mentira de que unos forajidos le habían quitado el dinero y le habían arrojado al mar. Los frailes le creyeron, le dieron un sayal, y le ofrecieron quedarse con ellos y así ayudaría en las labores de la huerta.

El tesorero de la Comunidad era un fraile que se llamaba Fray Bernardino y que enseguida le tomó afecto al muchacho (quizás demasiado), pero el muchacho no era tonto y se dejaba querer, porque sabía que la Comunidad tenía mucho dinero, aunque no sabía dónde Fray Bernardino lo guardaba; así que se propuso averiguarlo para robárselo. Un día, cogió un puñado de papeles y los prendió fuego al tiempo que gritaba: “¡Fuego! ¡Fuego!”. Entonces acudió el fraile despavorido diciendo: “¡Ahí arriba! ¡Ahí arriba!” señalando una gran viga que había en el techo. Cuando el conato de incendio se apagó el pícaro le preguntó: “¿Qué pasa? Padre. ¿Que pasa ahí arriba?”. Entonces el fraile, más sereno, al ver que el fuego se había extinguido le respondió: “¡Nada! Hijo. ¡Nada! Cosas mías.

Eso fue suficiente para que el pícaro averiguase en donde tenía guardado el dinero. Aquella misma noche provisto de una escalera, subió hasta la viga que el fraile había señalado durante el incendio, y allí estaba el dinero que él andaba buscando. Había tanto, que se quedó sorprendido de que unos frailes, que vivían tan austeramente de las limosnas de los fieles, hubiesen podido reunir una cantidad tan grande. Cogió el dinero, y sin hacer ruido salió del convento como alma que lleva el diablo, y al día siguiente se fue también de Huelva.

En un lugar, del cual no quiero dar el nombre, se compró una casa y puso una taberna; y algunas veces que jugaba con los clientes, recordando sus viejos tiempos de pícaro sentía la tentación de hacer alguna trampa, pero ya era una persona honrada.

Él pensaba que había sido un pícaro porque las circunstancias le habían obligado a ello, y que aquellos marineros, a los cuales ganó haciéndoles trampas, y aquellos frailes a los cuales engañó robándoles todo su dinero, eran al fin y al cabo, mucho más pícaros que él.

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