La bombilla rota

CaamañoTenía yo diez años de edad poco más o menos, y en el barrio donde vivía, había una bombilla del alumbrado público que no lucía, seguramente porque estaba fundida, pero nadie acudía a cambiarla por otra nueva.

Así, tarde tras tarde comprobábamos que, cuando comenzaba a anochecer, todas las demás bombillas del barrio empezaban a dar esa luz mortecina propia de aquella época, pero la bombilla de nuestra historia seguía apagada. Una de esas tardes que no teníamos nada mejor que hacer, mi primo y yo decidimos romperla, para ver si así la cambiaban por otra nueva. Apostamos a ver quien era capaz de hacerlo, tirándole chinas desde una distancia que previamente establecimos. Después de varios intentos, y con lanzamientos alternos de chinas, yo tuve la puntería de darle y la bombilla quedó hecha añicos. Pero tuvimos la mala suerte de que una vecina, que vivía a menos de quince metros del lugar de los hechos y que tenía fama de alcahueta nos viese. La tal vecina que tenía en su historial personal, bastante ropa sucia que lavar, tenía también una lengua poco común y empezó a llamarnos de todo.

Nosotros nos defendimos como pudimos, alegando en nuestra defensa que la bombilla estaba fundida. Pero eso no la convenció y nos insultaba cada vez con más fuerza, con esa voz chillona que la caracterizaba, acobardándonos de tal forma que no nos dejó argumentos para rebatirla. Cuando más acalorada estaba y ya no tenía más insultos que llamarnos, llegó mi padre que venía del trabajo, y al preguntarle porque nos insultaba de esa forma le respondió "¡Porque son unos sinvergüenzas, que se dedican a romper bombillas. Y cuando yo se lo diga al alguacil a ti se te va a caer el pelo de la multa que tendrás que pagar!"

Mi padre le respondió solamente: "No seas Celestina y no te compliques la vida yendo por ahí de alcahueta. Aquella mujer, que seguramente le habían llamado Celestina muchas veces, y que yo no sabía entonces lo que significaba, se puso roja de ira, las venas del cuello se le pusieron tan gruesas, que parecía que le iban a explotar, echaba espumarajo por la boca y seguía insultando con más fuerza. Pero ahora era a mi padre al que insultaba. Mi padre no respondió a los insultos de aquella mujer, y dirigiéndose a mi primo le dijo: "Tu márchate para tu casa, que mañana hablaré yo con tu madre para que te ajuste las cuentas, que a este -dirigiéndose a mi- ya se las ajustaré yo esta noche."

Dicho esto nos fuimos para casa dejando a aquella mujer con sus insultos. Nada mas entrar en casa mi madre se dio cuenta de que algo ocurría, al ver a mi padre más serio que de costumbre y a mi más callado que otras veces. Mi padre se lo contó todo a mi madre y apostilló: "Este que se vaya a la cama sin cenar para que así aprenda." Así, que aquella noche me fui a la cama sin cenar, y no me podía dormir por las cosquillas que me hacía el estómago, y porque mi cabeza no dejaba de pensar en la multa que le pondrían a mi padre por culpa mía.

Así estaba con mis cavilaciones, cuando apareció mi madre con un plato de patatas guisadas y con un trozo de pan y me dijo: "Toma, cómetelas rápidamente sin que se entere tu padre, que las traigo a escondidas de él”.

Bastantes años después supe que aquello fue un montaje, una comedia, y que mi padre sabía que mi madre me llevó la cena a la cama y además con su aprobación. Pero quiso hacerse el duro conmigo, más duro de lo que en realidad era. Cuando rememoro este pasaje de mi vida, pienso en la suerte que tuve al tener esos padres tan buenos. Ese padre que con su aparente dureza, supo encauzarme por el buen camino, y esa madre amorosa que no permitió que ninguno de sus hijos, se acostase sin cenar ni una noche por muy grande que fuese la travesura que hubiese hecho.


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