Las trampas

Caamaño No me voy a referir aquí ni a los trucos de un prestidigitador, ni a los lances sucios en el juego. Tampoco a las trampas que colocan los cazadores para cazar animales. Las trampas que me ha motivado para escribir este artículo son más simples y las hicimos, mi hermano, mi primo y yo.

Mis abuelos paternos tenían una finca que la llamábamos la huerta de "Mamblanco". Estaba ubicada en las primeras estribaciones de la sierra, muy cerca de la garganta y junto al camino de de la "Cagalera" y era como un jardín, un verdadero vergel. Todavía, algunas personas que son de mi edad, y que en aquella época eran cabreros, y que pastoreaban por aquella zona, cuando hablan conmigo me recuerdan y me comentan: lo bien cuidada y lo bonita que era la huerta de "Mamblanco" de mis abuelos.

La huerta de "Mamblanco" tenía una zona con castaños, muchos castaños, tenía olivos, tenía muchas higueras. De "Cuellodama", de "Pepita", "Negras", "Blanconas"... Y hasta una de esa que llamamos "Moñigal".

Tenía cepas, tenía parras que algunas se enredaban a las higueras y trepaban hasta arriba. Por tanto, no era raro que nosotros -los nietos- subidos en lo alto de una higuera, si nos apetecía comíamos uvas, si nos apetecía comíamos higos.

En la huerta había también melocotoneros, blancos y rojos, abrideros, guindos, ciruelos... y sobre todo cerezos, muchos cerezos. Entre los cerezos destacaba el que llamábamos "el grande" porque era enorme: Tenía tres brazos y a uno de ellos era muy difícil cogerle las cerezas. Mi padre y mi tío a ese brazo le ataban una soga, y la otra punta de la soga la ataban a otro brazo, para que no se rasgase y coger las cerezas con mas comodidad.

El de al lado de la charca, que sus cerezas eran más gordas y más sabrosas que las demás -y no se por qué llamábamos "de costal"-. El que llamábamos "el negro", porque sus cerezas eran negras como las moras y hasta te manchabas las manos al cogerlas si estaban muy maduras. "El ahorcado", que le llamábamos así porque tenía dos brazos gemelos y casi paralelos, puesto que no se separaban ni un metro desde la horcadura hasta la copa y tenía las ramas casi desde el suelo, por tanto era muy fácil subirse a él, las ramas de un brazo se entrecruzaban con las del otro brazo y era el segundo en tamaño. "El de la piedra", que le llamábamos así porque había crecido junto a una enorme roca y era el tercero en tamaño, y así hasta más de una docena, todos ellos pegados a la reguera por donde corría el agua para regar toda la huerta, que se regaba una vez a la semana.

Tal vez por esos recuerdos de mi niñez, siempre me han parecido los cerezos los árboles más bonitos de la Creación. A un cerezo en flor solamente se le asemeja en belleza otro árbol, también de flores blancas: el almendro. Solamente hay un árbol mas bonito que un cerezo en flor que es: un cerezo con las cerezas maduras. Mirar el contraste que forman las rojas cerezas, con el fuerte verdor de las hojas, es algo que recrea la vista, enmudece la lengua y serena el espíritu.

Pero me estoy perdiendo en divagaciones y yo lo que pretendo es hablar es de las trampas. Mi hermano, mi primo y yo, gastábamos con frecuencia muchas bromas a nuestras primas, que eran un poco más pequeñas que nosotros -y bastante más ingenuas-. Ahora mis primas son más listas que ardillas y más punzantes que avispas, pero yo las sigo queriendo mucho.

Por aquel entonces no se comía más fruta que la del tiempo, y como las cerezas es la primera fruta que madura y mis abuelos recogían muchas, las vendían muy bien y sacaban de ellas buenas "perrillas". Año tras año la recogida de las cerezas era para nosotros una gran fiesta familiar: Ese día subíamos todos a la huerta de "Mamblanco". Los abuelos, los padre, los nietos...y hasta a los más chiquitines los metían en los serones. Como siempre llevábamos al menos tres caballerías, con serones, cestos y canastas, las mujeres y los niños más pequeños iban subidos sobre las caballerías, con bastante envidia de los mayores porque ese día nos tocaba subir la cuesta andando.

Ese año mi abuelo ya había fijado la fecha de la recogida de las cerezas, y todos nosotros lo sabíamos, y la tarde anterior, mi hermano, mi primo y yo subimos a la huerta de "Mamblamco". Sabíamos que al día siguiente era la gran fiesta, y nosotros quisimos rubricarla gastando una broma a nuestras "queridísimas" primas.

Entre los tres tramamos hacer una trampa, elegimos un claro de la huerta, cavamos una zanja y en la parte de arriba colocamos cañas secas y las cubrimos con tierra bien disimulada, con la sana intención de al día siguiente, llevar a mis primas a ese lugar y que alguna de ellas pisase sobre las cañas, se colase en el hoyo y nosotros reírnos.

Pero aquella mañana, mi padre y mi tío fueron a la huerta muy temprano para atar las ramas del cerezo grande, y el que cayó en la trampa que teníamos preparada para mis primas fue mi padre: y aunque no se hizo ningún daño, aquello le sentó a cuernos quemados. A mi padre y a mi tío no les hizo falta detectives privados ni nada por el estilo, para averiguar quienes eran los autores de la fechoría. Y una vez averiguado los culpables de una causa es fácil poner el castigo.

Esta vez no hubo tirones de orejas, ni un pescozón. Tampoco nos dejaron sin postre -hubiera sido demasiado cruel teniendo tantas cerezas a nuestro alcance- el castigo consistió en hacer una trampa para cada nieto.

Como éramos once, tuvimos que abrir diez trampas más, que junto a la que habíamos hecho la tarde anterior, sumaban las once que exigía el jurado -que en este caso eran mi padre y mi tío-. Era a primeros de junio y el sol calentaba de lo lindo, y mientras nuestros abuelos y nuestros padres se dedicaban a la recogida de las cerezas, nosotros cavábamos y cavábamos, y sudábamos y sudábamos.

Nuestras primas, sentadas sobre unas mantas que habían extendido a la sombra de una higuera muy frondosa, jugaban con la chiquillería y se reían de nosotros a carcajada limpia, esta vez les había tocado reír a ellas: Ya nos desquitaríamos.

Al mediodía ya teníamos todas las trampas abiertas, y entonces nos llamaron para comer, y durante la comida ninguno de los tres hablamos ni una sola palabra. Nuestras primas nos miraban a hurtadillas y se reían por lo bajini con mucha sorna. Una vez terminada la comida tuvimos que desandar lo andado, es decir, tuvimos que volver a tapar las once zanjas que habíamos abierto.

Después bajamos a lavarnos en la garganta y cuando subimos de lavarnos ya habían cargado las caballerías, montaron a la chiquillería en medio de las canastas y emprendimos el camino de regreso al pueblo. Nosotros tres seguíamos enfurruñados y no hablamos ni una palabra en todo el trayecto. El abuelo, el pobre hombre, intentaba animarnos, y nos dijo que aunque el castigo había sido duro había sido el correcto, y que nos serviría de mucho provecho a los tres. Nosotros en cambio lo consideramos excesivo. Y ustedes ¿Qué opinan de aquel castigo?



Compartir