La roja

Caamaño Desde pequeño recuerdo que en casa de mis abuelos paternos tenían una mula. La llamábamos "la Roja" porque su pelo era de color rojo; y mi abuela nos contaba a los nietos, que cuando la compraron no tenía nada más que seis meses, y que parecía una cabrita "colorá". Mis abuelos la criaron y la domaron, y muy pronto dejó de ser la cabrita "colorá" que decía mi abuela, para convertirse en la mula "Roja".

"La Roja" era burreña; es decir, que era hija de burra y de caballo, y como casi todas las mulas burreñas tenía mucho genio, y cuando lo sacaba a relucir había que procurar no ponerse detrás de ella, por miedo a que te soltara una coz; y ni siquiera mi abuela -que era a quien "la Roja" más quería- se libró de ella. Y digo que era a quien "la Roja" más quería porque ella le echaba muchas veces el pienso, le daba golosinas en forma de cuscurros de pan duro, castañas pilongas, higos secos, y alguna panocha de maíz y, en cambio nunca la hacía trabajar.

"La Roja" era de baja estatura, pero de ancho lomo y de remos fuertes, y muy dura para todo tipo de trabajo, tanto de carga como de tiro, y fueron miles y miles de kilos de leña los que bajó del monte sobre sus lomos, pues tenía una fuerza increíble, y estaba dotada de unas cualidades especiales para caminar por los caminos y veredas más escabrosos. "La Roja" era una joya.

Cuando "la Roja" estaba pastando en alguna pradera, o bajo los castaños de la finca que mis abuelos tenían en Mamblanco, a mis hermanos, a mis primos y a mí, nos era muy difícil acercarnos a ella para ponerla la cabezada; en cambio mi abuela que usaba una gran faltriquera en donde siempre llevaba alguna golosina, no tenía nada más que meter la mano en la faltriquera, y "la Roja" acudía hacia ella como un perrillo, mi abuela le daba la golosina y, mientras la saboreaba, aprovechaba para ponerle la cabezada y nosotros nos quedábamos sorprendidos.

A medida que nosotros íbamos creciendo, "la Roja" envejecía y se hacía mas dócil, y ya la dominábamos y trabajábamos con ella lo mismo mis hermanos mis primos que yo. Al morir mi abuelo se pensó en vender a "la Roja," y hasta fueron con ella mi padre y mi tío a la feria del Sotillo, pero al final fue mi tío el que se la compró a mi abuela. Creo que pagó por ella catorce mil reales que se decía entonces, tres mil quinientas pesetas; menos de lo que cuesta una ración de gambas y media docena de cañas de cerveza. Pero aquellos eran otros tiempos.

Mi abuela se puso muy contenta porque su "mulita" -como ella decía- seguiría estando en la misma cuadra de siempre, la seguirían alimentando las mismas manos, la seguirían trabajando las mismas personas y, sobre todo, ella la vería todos los días.

Pero como al tiempo no hay quien le pare, "la Roja", casi con treinta años a sus espaldas, quedó coja y entonces sí; entonces mi tío se la vendió a unos gitanos. Cuando los gitanos fueron con mi tío a recoger a "la Roja" para llevársela, les acompañamos mis primos, mis hermanos y yo. Al entrar en el corral, mi tío no se pudo contener y empezó a gritar: "¡Madre! ¡Madre!, ¡ya se llevan a la Roja"!

Entonces salió de la casa una viejecita, esa figura menuda que era mi abuela, se abrazó al cuello de "la Roja" y empezó a sollozar diciendo: ¡Ay mi mulita! ¡Ay mi mulita!. Los gitanos, hombres curtidos en el arte de comprar y vender, fueron respetuosos con el llanto de mi abuela, y ninguno de ellos se acercó a "la Roja", aunque ya era suya.

Cuando mi tío consiguió separar a mi abuela del cuello de "la Roja" entonces sí; entonces los gitanos se llevaron a "la Roja" y la vida siguió su curso. Cuando repaso este pasaje de mi vida, algunas veces pienso -aunque la Iglesia Católica dice que no- si algunos animales como la mula "Roja" tendrán también alma.

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