Sonetos

I

Nació en el pueblo de Ruidera
al lado del tomillo y del romero,
el destino la puso en mi sendero
y Dios me asignó por compañera.

Cuando llegó a mi, yo solo era
un hombre que partía desde cero,
un barco sin timón y sin remero
que estaba varado en la ribera.

Hicimos una larga singladura
y con ella remé con valentía,
y cuando ya remaba con soltura

la muerte con crueldad y alevosía,
se la llevó de forma prematura
trocando en amargura mi alegría.

II

Y recuerdo muy bien que ella tenía
unos labios más rojos que la grana,
y unos dientes de blanca porcelana
detrás de aquellos labios escondía.

Aroma de jazmines desprendía
su cuerpo fresco, como la mañana,
y era su risa inocente y sana
un capullo de rosa que se abría.

Los pechos grandes, como luna llena,
y sus caderas ondulada loma.
El cabello más rubio que la avena

sus mejillas acharolada poma;
en su boca tenía una colmena
y en sus manos dos alas de paloma

III

Y despertó mi vena creadora,
y fue mi inspiración y poesía,
mis ganas de vivir y mi alegría
y en mis noches sin luz, era la aurora.

Ella fue la polea transmisora
que firmeza y vigor me transmitía,
lamparilla de luz, sol en la umbría
y agua, para mi sed devoradora.

Como luego su luz se fue apagando
Y ahora mi camino ya no alumbra;
yo voy por la vida tropezando.

Como el hombre a todo se acostumbra,
poco a poco me voy acostumbrando
y camino sin ella en la penumbra.

IV

Pero soy muy gruñón y muy huraño,
más áspero que alfombra de arpillera;
y no soy ni la sombra del que era
porque llevo una vida de ermitaño.

Y cumpliendo un año y otro año,
y viendo blanquear mi cabellera,
voy subiendo sin prisa la escalera
escalando peldaño tras peldaño.

Llegaré al final de la subida
aunque es sinuosa pina y dura.
Y vendrá con su cara carcomida

la muerte puntual firme y segura.
Y tendré que pagarle con la vida
cuando ella me pase su factura.

 



Compartir