La pastora
Era un día veraniego, caía el sol en vertical sobre aquel pueblo manchego, lanzaba lenguas de fuego la blancura de la cal. En medio de la llanura inmensa, desoladora, con un sol de calentura, se marchita la frescura de una juvenil pastora. En aquella inmensidad, vio de venir a lo lejos a alegrar su soledad, a un pastor, a un zagalejo, más o menos de su edad. ¡Hola, pequeña zagala! Hace un calor que calcina. Deja sola la reala y vamos a aquella encina que su sombra nos regala. Bajo esa sombra ideal que da su ramaje espeso, sacaré de mi morral un buen pedazo de queso y blanco pan candeal. Mientras su sombra te ampara buscaré por el lugar un pozo con agua clara, para refrescar tu cara y nuestra sed mitigar. Prometo darte buen trato y no estés acalorada; que en oficio tan ingrato por que charlemos un rato tampoco va a pasar nada. Para calmar tus temores te contaré alguna historia de zagalas y pastores. Te contaré las mejores que recuerde mi memoria. O te enseñaré algún juego que yo aprendí de pequeño. O si dormir es tu empeño, duerme, en calma y sosiego que yo velaré tu sueño. Ella se encuentra indecisa y atentamente le escucha, pero le abrasa la brisa porque la calor es mucha y de esa sombra precisa. Que es la tarde calurosa, que es atractivo el zagal, y la encina muy frondosa y se ofrece generosa como un remanso de paz. Pero también considera que es nocivo y peligroso, que zagala quinceañera esté en la rastrojera con zagal tan vigoroso. Pero el la dice que acuda, que nada malo le pide y que le dará su ayuda. Aunque la pastora duda la convence, y se decide. El pastor y la pastora se amparan bajo la encina; que la sombra bienhechora, de sus hojas elimina, ese sol que les devora. |
A los labios del zagal |