La pastora

Era un día veraniego,
caía el sol en vertical
sobre aquel pueblo manchego,
lanzaba lenguas de fuego
la blancura de la cal.

En medio de la llanura
inmensa, desoladora,
con un sol de calentura,
se marchita la frescura
de una juvenil pastora.

En aquella inmensidad,
vio de venir a lo lejos
a alegrar su soledad,
a un pastor, a un zagalejo,
más o menos de su edad.

¡Hola, pequeña zagala!
Hace un calor que calcina.
Deja sola la reala
y vamos a aquella encina
que su sombra nos regala.

Bajo esa sombra ideal
que da su ramaje espeso,
sacaré de mi morral
un buen pedazo de queso
y blanco pan candeal.

Mientras su sombra te ampara
buscaré por el lugar
un pozo con agua clara,
para refrescar tu cara
y nuestra sed mitigar.

Prometo darte buen trato
y no estés acalorada;
que en oficio tan ingrato
por que charlemos un rato
tampoco va a pasar nada.

Para calmar tus temores
te contaré alguna historia
de zagalas y pastores.
Te contaré las mejores
que recuerde mi memoria.

O te enseñaré algún juego
que yo aprendí de pequeño.
O si dormir es tu empeño,
duerme, en calma y sosiego
que yo velaré tu sueño.

Ella se encuentra indecisa
y atentamente le escucha,
pero le abrasa la brisa
porque la calor es mucha
y de esa sombra precisa.

Que es la tarde calurosa,
que es atractivo el zagal,
y la encina muy frondosa
y se ofrece generosa
como un remanso de paz.

Pero también considera
que es nocivo y peligroso,
que zagala quinceañera
esté en la rastrojera
con zagal tan vigoroso.

Pero el la dice que acuda,
que nada malo le pide
y que le dará su ayuda.
Aunque la pastora duda
la convence, y se decide.

El pastor y la pastora
se amparan bajo la encina;
que la sombra bienhechora,
de sus hojas elimina,
ese sol que les devora.

A los labios del zagal
una sonrisa se asoma,
y sus ojos de truhán,
miran como un gavilán
que avizora una paloma.

Ella es bonita y fragante,
es hermosa y atractiva,
de mirada penetrante,
de sonrisa insinuante
y además provocativa.

Las mejillas sonrosadas
y los labios encarnados,
las piernas bien torneadas,
las caderas bien formadas
y los pechos abultados.

Es ligera como un ave,
su voz acariciadora,
y tiene la piel tan suave,
que más belleza no cabe
en una humilde pastora.

Al alegre zagalejo
le arde en su pecho un volcán.
Tiene la astucia de un viejo,
la fuerza de un huracán
y el azogue de un espejo.

La habla muy dulcemente
para no inspirar recelo.
Y se ha grabado en su mente
que serviría de modelo
al pintor mas exigente.

Ella nota que a su vera
el tiempo corre veloz,
y sus caricias tolera,
y le escucha placentera
el arrullo de su voz.

Una extraña desazón
de su cuerpo se apodera.
No sabe por qué razón
le late su corazón
como jamás le latiera.

El, -con mucha sutileza-
le dice palabras tiernas.
Cuando con mucha firmeza
posa la mano en sus piernas
ella a preocuparse empieza.

Y el carmín de sus mejillas
va subiendo de color.
Cuando de sus pantorrillas
va subiendo a sus rodillas
se estremece de pavor.

Aunque en el fondo le halaga,
con una voz suplicante
que el con un beso la apaga;
le dice que no lo haga
y que no siga adelante.

Cuanto más ella le implora,
cuanto más suplica y gime,
cuanto más solloza y llora:
el con más fuerza le oprime
al cuerpo de pastora.

Se oyó primero un sollozo,
después un grito salvaje,
son las caricias del mozo,
que le dan ira y coraje,
que le dan placer y gozo.

Como sabe de antemano
que ha perdido la partida,
ella se entrega rendida,
bajo la encina tupida
esa tarde de verano.

 



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