La Adrada
El hombre puede escoger un lugar para vivir, tal vez donde va a morir, nunca donde va a nacer. Ni nos piden parecer ni damos nuestra opinión, si nos gusta la nación o los nombres que nos ponen, y por eso nos imponen nombre, patria y religión. Pero también es sabido lo mismo en paz que en guerra, que el hombre quiere a su tierra, la tierra donde ha nacido. La tierra donde ha crecido y con cariño la evoca. Si lejos de ella le toca residir, nunca la olvida, y estará toda su vida con ese nombre en la boca. A mí al mundo me trajeron en un pueblo de Castilla, mejor dicho: En una villa, que ese título le dieron. Allí mis ojos se abrieron a la clara luz del día, allí crecía, crecía, y cuando mucho crecí y me hice mayor, me fui de aquella, la tierra mía. De aquel pueblecito sano con su placita empedrada, así era entonces La Adrada -ese lugar castellano- Era un conjunto urbano de calles y de callejas con casas nuevas y viejas, de techos envejecidos, de tejados renegridos llenos de musgosas tejas. La vida y sus avatares lejos de allí me llevaron, sus recuerdos no borraron a pesar de los pesares. Recordaba los pinares con sus perennes verdores, recordaba los fulgores de aquel sol que paso a paso, llegaba hasta el ocaso irradiando resplandores. Y mi recuerdo se ensueña con esa Iglesia herreriana, con su torre, su campana y su nido de cigüeña. Esa Iglesia lugareña símbolo del Cristianismo, allí recibí el Bautismo, la primera Comunión y recé con devoción cuanto enseña el Catecismo. La torre sobria y austera resaltaba su silueta, y en lo alto una veleta que giraba postinera, de caracol la escalera que sube hasta el campanario. Cuando a veces solitario su recuerdo hasta a mi asoma, me trae hasta el aroma y el humo del incensario. ¡Con cuanta serenidad! ¡Con que hondo sentimiento contemplaba el Nacimiento al llegar la Navidad! ¡Me parecía de verdad el Niño Jesús tan bello! ¡Como cautivaba aquello! Junto a la mula y el buey una figura de un rey cabalgando en un camello. El recuerdo se agiganta y veo la Iglesia llena, recuerdo la Noche-Buena, recuerdo Semana Santa. Que el aire puro quebranta unas voces femeninas, unas voces cristalinas con eco puro y sereno, al paso del Nazareno con su Corona de Espinas. He visto las catedrales con su elegante figura, y la bella arquitectura de sus arcos ojivales, Sus grandiosos ventanales, sus bellísimas vidrieras y sus torres altaneras. Cuando todo esto contemplo yo me acuerdo de mi templo que es al que quiero de veras. Y de su clara campana que alegremente tañía, inundando de alegría la dominguera mañana. Tocaba, tocaba ufana con un cántico de risa, tocaba, tocaba a prisa cuando los buenos creyentes caminaban diligentes por no llegar tarde a misa. Tocaba en las grandes fiestas de nuestro Santo Patrón, tocaba en la procesión, cuando las gentes modestas llevaban el Santo a cuestas contagiados con su euforia. ¡Como repicaba a Gloria el día de la Ascensión! También tocaba a oración de manera bien notoria. |
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