Una leyenda

Voy a contar una historia
que no está documentada,
pero cuando yo era niño
mi abuela me la contaba.
El mil trescientos noventa
es la fecha aproximada,
y la historia sucedió
en el pueblo de La Adrada.

Reunidos en Madrigal
los moros de la Moraña,
trataron en asamblea
de cruzar esta montaña.
Eran moros muy feroces
de negras y largas barbas,
moros que causaban miedo
solo con mirar su cara.

Media luna en el turbante
y en el cinto cimitarra,
y las ansias de conquistas
en sus ojos reflejadas.
Eran fuertes como robles
y en caballos cabalgaban,
tan ligeros y veloces
que parecían tener alas.

No vuelve a crecer la hierba
por donde esos moros pasan,
y en las humildes aldeas
violan, saquean y arrasan.
Fontiveros, Cantiveros,
y aldeas de esa comarca,
son tristísimos testigos
de sus sangrientas matanzas.

Pero es el Valle del Tiétar
el que con fuerza les llama,
porque el moro del desierto
siempre sueña con el agua;
y saben que el valle tiene
muy caudalosas gargantas,
cantarines arroyuelos
y fuentes de aguas muy claras.

Saben que tienes frutales
y huertas bien cultivadas,
saben que en sus verdes prados
veloces caballos pastan;
saben que es muy rico en flora,
saben que es muy rico en fauna,
y que sobre todo tiene
mujeres que son muy guapas.

Pero es la sierra, es la sierra,
con esas cumbres tan altas
la que a los moros les frena,
la que a los moros les para.
Por eso están reunidos,
dialogan, discuten, charlan,
para encontrar la manera
el modo de atravesarla.

Saben que es largo el camino,
saben que la empresa es ardua,
saben que en la sierra hay lobos,
saben que la sierra es áspera.
Pero nada les arredra,
ni nada les acobarda,
porque son hombres que están
curtidos en cien batallas.

Y entre largas discusiones
y con palabras muy agrias,
deciden por mayoría
con la mano diestra alzada,
emprender esa aventura
tantas veces demorada.
Enjaezan los caballos,
se pertrechan de viandas;
y una mañana cualquiera
a la voz del que los manda,
empiezan a caminar
antes de rayar el alba.

Caminaron siete días,
justamente una semana,
bajo ese sol de Castilla,
ese sol que les abrasa.
Pero los moros son fuertes
y su moral es muy alta,
y ni la sed ni el calor
su fortaleza quebranta.

Al final del sexto día
y cuando el sol se apagaba,
los moros de nuestra historia
ven la sierra coronada.
Y al contemplar este valle
verde como la esmeralda,
creen que es el Paraíso
del que su Corán les habla.

¡Ese valle será nuestro!
Todos contentos exclaman.
¡Ese valle será nuestro
mañana mismo, mañana!
Dispuestos a descansar
se arrebujan en sus capas,
y oyen aullidos de lobos
y los caballos se espantan,
algunos rompen las bridas
y desbocados se escapan.

No pueden seguir tras ellos
porque ya es noche cerrada,
y caminar les impiden
los pihornos y retamas.
Para ahuyentar a los lobos
encienden una fogata,
y alrededor de esa lumbre
toda la noche la pasan.

Porque ya ninguno duerme
ni ninguno se relaja,
y cansados y ojerosos
les llega la madrugada
cuando la sierra alumbra
la primera luz de el alba,
encontraron a dos yeguas
una negra y otra blanca,
potrancas de cuatro años
por la jauría devorada.

"Otro contratiempo más"
uno de ellos exclama.
los demás le responden:
"Aquí no ha pasado nada" "
En ese valle que ves
pastan hermosas manadas,
y repondremos con creces
esas yeguas que nos faltan.

Descienden por la ladera
entre riscos y quebradas,
y a eso del mediodía
ya se encuentran en La Adrada.
Nadie les sale al encuentro,
nadie a los moros les para;
pues los hombres en el campo
honradamente trabajan,
y los niños y mujeres
solos en el pueblo estaban.

Al verles llegar las mozas,
-aunque estaban asustadas-
se pusieron a bailar
en el centro de la plaza.
Al verlas bailar los moros
con sus cánticos y danzas,
creyeron que eran huríes
que el profeta les mandaba,
y aunque se acercan a ellas
no se atreven a tocarlas.

Como llegaban sedientos
los moros les piden agua,
y ellas contestan que no,
que el agua para las ranas,
pero les darán el vino
que guardan en sus tinajas.
Un buen vino de la tierra
hecho de uva garnacha;
y las mozas les entregan
a cada moro una jarra.
Con el polvo del camino
tenían seca la garganta,
y beben con avidez,
y beben con mucha ansia.



Si echaron algún brebaje
la historia no dice nada,
pero sí dice la historia
que los moros se emborrachan.
Con la cabeza modorra
entran dentro de las casas,
pues cada cual va buscando
para dormir una cama.

Y se quedaron dormidos
como sacos de patatas,
y todos al poco rato
como gorrinos roncaban.
Al verles dormir las mozas,
de pies y manos les atan,
y hasta las más atrevidas
les tiraban de las barbas,
pero los moros borrachos
como gorrinos roncaban.

Cuando regresan los hombres
después de dura jornada
de trabajar en el campo,
celebran a carcajadas
la ocurrencia de las mozas
tan bien urdida y tramada;
y a todas las felicitan
por echarle tanta garra,
por su coraje y valor
y astucia tan refinada.

Hoy las mozas de esta villa,
hoy las mozas de La Adrada,
pueden caminar muy bien
con la cabeza muy alta;
porque sus tatarabuelas
-mujeres de rompe y rasga-
que además de muy valientes
serían también muy guapas,
evitaron que los moros
les pasaran por las armas,
haciéndoles prisioneros
sin que fueran ultrajadas.

En el cerro de la horca
un patíbulo preparan,
para ahorcar a esos moros
llegados de la Moraña
Los hombres iban armados
con bieldos y con azadas,
y hasta muchos de los niños
iban provistos de estacas.

¡A la horca! ¡A la horca!
La muchedumbre gritaba,
y hasta una vieja sin dientes
y con la cara arrugada,
con voz de gallina clueca
gritaba desmelenada.
"Que les ahorquen a todos,
que ahorquen a esos canallas,
que les corten la cabeza,
que les saquen las entrañas".

Mas de pronto apareció
el alcalde con su vara,
hombre de tosca apariencia
pero de ideas muy claras;
la muchedumbre habló
con enérgicas palabras.
¡Adradenses! ¡Sosegaos!
vuestras iras calmarlas,
calmar vuestro justo enfado
y vuestra sed de venganza,
y sobre vuestras conciencias
no echéis ni una sola mancha,
que es más noble quien perdona
que quien condena con saña.

Que aquí no se ahorca a nadie,
que aquí a nadie se le mata,
que estos moros son personas
y tienen también un alma;
aunque crean en el Corán
y no en nuestra fe cristiana;
y seguirán encerrados
en la cárcel de La Adrada,
hasta que decida el rey
que es a la postre quién manda.
Las palabras del alcalde
a la muchedumbre calma,
pues era su autoridad
por el pueblo respetada,
porque era una persona
sensata, buena y honrada.

Era Enrique tercero
quién en Castilla reinaba,
y llegó hasta su persona
la noticia de esa hazaña;
y a pesar de sus dolencias
y su salud quebrantada,
a sus pajes y escuderos
escuetamente les manda
que preparen su montura,
su armadura y su espada.
Y con muchos caballeros
de la nobleza más alta,
emprendieron el camino
en dirección a La Adrada.

En medio del griterío
y repique de campanas,
una mañana cualquiera
el rey entraba en la plaza,
rodeado de caballeros
y en una yegua alazana.
El pueblo había engalanado
los balcones y ventanas;
el rey se siente querido
pues la multitud le aclama.

El alcalde se le acerca,
el rey Enrique le abraza,
al alcalde le emociona
el abrazo del monarca;
y una lágrima traidora
por sus mejillas resbala,
que el alcalde se apresura
a secarse con la manga.

La muchedumbre que aplaude,
el rey que les pide calma.
El rey espera que esté
la multitud sosegada,
y al alcalde se dirige
con estas bellas palabras:
¡Alcalde! Juez justiciero,
juez de prudencia y templanza,
que supiste perdonar
la vida, que es tan sagrada;
porque tu sabes muy bien
-con tu gramática parda-
que en la vida de los hombres
es solo Dios el que manda;
y como dice el refrán
nuestra Castilla es muy ancha,
más ancho tu corazón
y más ancha aún tu alma.

Hoy me entregas a estos moros
prisioneros y sin armas,
que con su coquetería
apresaron estas damas,
hembras de muchos reaños,
mujeres de rompe y rasga;
que además de ser valientes
son muy listas y muy guapas,
mujeres de pura cepa,
mujeres de pura raza,
porque llevan en su sangre
la nobleza castellana,
hoy me entregas a estos moros
que me hacen tanta falta,
porque me van a servir
para liberar cristianas.

Pues hay más de cien doncellas
en mazmorras encerradas,
y a cambio de estos truhanes
todas serán liberadas;
y por esta bella acción
La Adrada será premiada,
y en el libro de la historia
estará escrita y sin mancha;
y juro solemnemente
que desde ahora La Adrada,
tendrá título de Villa
por noble, leal y honrada.

Y colorín colorado
porque aquí la historia acaba

 



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